Las puertas del infierno by John Connolly

Las puertas del infierno by John Connolly

autor:John Connolly
La lengua: spa
Format: mobi, epub
Tags: Juvenil, Fantasía
publicado: 2012-08-01T08:03:17+00:00


La señora Abernathy se plantó en el centro del sótano, y su marido y los Renfield se situaron detrás. En el aire flotaba un punto de luz azul que destellaba suavemente. Enojada, la señora Renfield soltó un gruñido.

—Ha estado ahí todo el tiempo —le dijo a la señora Abernathy—, pero tú nos lo has ocultado.

—No era necesario que lo supierais —replicó la señora Abernathy.

—¿Quién eres tú para decidir esas cosas?

La señora Abernathy se volvió hacia ella. Durante unos momentos, la boca se le ensanchó tanto que amenazaba con abarcarle toda la cabeza, al tiempo que dejaba a la vista hileras y más hileras de dientes irregulares. Las enormes mandíbulas se cerraron delante de la señora Renfield, que se tambaleó hacia atrás, asustada. Enseguida, no bien hubo acabado de mostrarse, la enorme boca desapareció y la señora Abernathy recuperó su anterior belleza.

—Mantendréis la boca cerrada y la lengua bien guardada dentro de ella o perderéis las dos cosas —los avisó la señora Abernathy—. Recordad con quién estáis hablando. Nuestro amo ha depositado su confianza en mí y soy su emisario en la Tierra. Cualquier falta de respeto hacia mi persona le será comunicada de inmediato y recibiréis un castigo muy grande.

La señora Renfield agachó la cabeza, temblando sólo de pensar en el castigo que podían imponerle. Pertenecía a un orden inferior de demonios que la señora Abernathy[22] y, sin embargo, tenía envidia de su poder y de su intimidad con el Gran Malevolente, porque el malo siempre es envidioso y siempre intenta medrar. Ahora, su demostración de ira había abierto la posibilidad de un castigo por parte de su amo, porque la señora Abernathy seguramente le contaría la impertinencia que había cometido. Pero si podía derrotar a la señora Abernathy y ocupar su lugar, si ella, en vez de la señora Abernathy, podía allanar el camino para su amo, entonces recibiría una recompensa en vez de un castigo.

Así pues, tomó la iniciativa. Sus mandíbulas se ensancharon y de entre sus labios salieron unos quelíceros de araña, dos apéndices terminados en puntos vacíos, cargados cada uno con veneno. Se acercó a la señora Abernathy por detrás, clavando los ojos en la pálida piel de la nuca de su vecina.

De repente, la señora Renfield se quedó inmóvil y fue incapaz de avanzar. Notó que la garganta se le comprimía, como si una mano la agarrase y la estrangulase poco a poco. La señora Abernathy se volvió. Los ojos le ardían de fuego azul.

—Criatura estúpida —le dijo—. Ahora sufrirás.

La señora Abernathy movió los dedos delante de la cara de la señora Renfield, a la que le continuaban creciendo los quelíceros de la boca, pero ahora empezaban a curvarse hacia abajo, hacia su propio cuello. Presa del pánico, puso unos ojos como platos, pero no pudo hacer nada por impedir lo que estaba a punto de ocurrir. Las dos puntas le traspasaron la piel y empezaron a bombear veneno en su propio organismo. Los ojos se le hincharon y la cara se le ennegreció hasta que, finalmente, se desplomó al suelo.



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